En Colombia y en Latinoamérica en general, se ha
construido históricamente, tanto desde el punto de vista empírico como desde el
discurso, un movimiento social de mujeres que está en un doble sentido: en el
hecho empírico de acción colectiva y la construcción discursiva de la cual
enfatiza la academia, en investigaciones y escritos de diversa extensión y
densidad. Asimismo, en muchos momentos desentendiendo una variedad de
experiencias y opresiones en diferentes contextos del país. Sin embargo, al
tiempo que la acción social colectiva se manifiesta, se elaboran conceptos,
nociones, categorías, enfoques, paradigmas, que pretenden explicar, interpretar
o analizar, ese cierto tipo de acción definido como movimiento feminista. Hay
un gran panorama de significaciones e identidades en las que algunas de las
académicas han desarticulado la estructura discursiva que han dado un nombre y
sentido específico a las prácticas sociales. Así pues, esto ha sido
desarrollado para captar e interpretar las demandas, los desafíos y las luchas
por diversas reivindicaciones, expresadas por comunidades particulares,
organizadas, con una permanencia en el tiempo, generalmente como resistencia
frente a las instituciones del Estado y a la sociedad. Es aquí donde aparecen
las mujeres racializadas Y es que ya han surgido estudios a subalternos, los
estudios culturales y los estudios poscoloniales, con sus diferencias y
matices; esto han abierto la posibilidad de que voces silenciadas e
invisibilizadas empiecen a convertirse en referentes y en propuestas de
pensamientos cuestionando el sesgo elitista de la producción académica, pero
que sobre todo puedan ser parte de las decisiones tomadas por el sistema de
poder.
El sesgo colonial y androcéntrico sigue siendo característica
del pensamiento blanco mestizo. Uno de los temas más importantes que hay que
abordar es la “colonialidad del poder” (Quijano, 1991). Este concepto es muy
importante porque con él podremos explicar las realidades sociopolíticas,
económicas, culturales y de construcción de subjetividades. Cuando empiezan a
salir una variedad de propuestas en ese sentido, precisamente surgen de las
luchas concretas por la descolonización y la lucha unos hechos específicos
producto de un sistema de poder. En el momento en el que surgen los movimientos
sociales, se convierten en teorías. Hay algunos referentes importantes para
comprender los efectos del colonialismo; uno es Fanon, que hacía una analogía
diciendo que el mundo estaba cortado en dos: por un lado los colonizados y por
otro los colonizadores. Entonces los colonizados, habían sido construidos a
partir de un imaginario metropolitano, que contenía valores europeos que se
universalizaron, así que los consideraban otro ajeno a lo que concebían, que no
sólo se expresaría en términos de geopolítica, sino también en el pensamiento y
la acción política. Por eso Fanon recalcó mucho la deshumanización provocada
por el colonialismo, que traía consigo el racismo, la violencia, la
expropiación de tierras por parte de los colonizadores blancos europeos,
convirtiendo a una parte de la población (indígenas, africanos) en los
“extranjeros” de sus territorios, a través de diversos mecanismos de
dominación. Propuso así la descolonización, como búsqueda de la independencia y
la autonomía económica y cultural, y sobre todo la necesidad de un proceso de
lucha política desde las personas colonizadas contra la negación de su
identidad, de su cultura. Para Fanon, la descolonización significaba la
creación de solidaridad entre las diversas comunidades en una lucha contra el
imperialismo.
Si bien entendemos la “raza” como carácter de división
de poblaciones que determina posiciones en la posición sexual del trabajo, hay
algunos aportes de feministas para este pensamiento. Sin utilizar el concepto
de “colonialidad”, las feministas racializadas, afrodescendientes e indígenas,
han profundizado desde los años setenta en el escenario forzado de poder
patriarcal y capitalista, considerando la imbricación de los sistemas de
dominación que conocemos (racismo, sexismo, heteronormatividad, clasismo) desde
donde han concretado sus proyectos políticos, todo a partir de una crítica
poscolonial. Estas voces se conocen muy poco, pues a pesar del esfuerzo de
ciertos sectores en el ámbito académico y político para tratar de abrir brechas
a lo que se denomina “subalternidad”, la misma se hace desde posiciones también
elitistas y, sobre todo, desde visiones patriarcales y androcéntricas. En los
setenta muchas feministas desde su condición de mujeres racializadas indagaron
en procesos históricos como la colonización y la esclavitud. Pero las
producciones de las feministas en la mayoría de los casos no forman parte de
las bibliografías académicas, porque desconocen los grandes aportes de esta
teoría y práctica política para una nueva comprensión de la realidad social.
Cuando lo hacen, las referencias son las mujeres blancas de Occidente. Desde
que aparece el feminismo, las mujeres afrodescendientes e indígenas, han
aportado significativamente la ampliación de esta perspectiva teórica y
política. Sin embargo, han sido las más subalternizadas no sólo en las
sociedades, sino en el mismo feminismo, debido al carácter universalista y al
sesgo racista que le ha interseccionado. Aunque las mujeres racializadas, de
alguna manera, han manifestado su resistencia desde su subalternidad, desde su
experiencia situada, y han impulsado un nuevo discurso y una política
crítico-transformadora. Por ejemplo, La crítica poscolonial de las mujeres
indígenas, ha cuestionado las relaciones patriarcales, racistas y sexistas de
las sociedades latinoamericanas, al mismo tiempo que cuestiona las costumbres
de sus propias comunidades y pueblos. El contexto cultural, económico y
político en torno a las comunidades indígenas ha marcado sus diferentes puntos
de vista y maneras de hacer política descentrando y cuestionando el sesgo
racista y etnocéntrico del feminismo. Sus luchas políticas se inclinan hacia
varias direcciones: la lucha por el reconocimiento de una colonización, el
reconocimiento de su cultura, por los derechos colectivos, así como el
cuestionamiento a un Estado racista y segregacionista que facilita escenarios
de conflicto armado y por ende, de desplazamiento forzado en sus comunidades
(Masson, 2006). Estas perspectivas han abierto la posibilidad de ubicar
culturalmente las experiencias de las mujeres y entender que el género no es
una categoría universal, estable y descontextualizada.
En las últimas décadas el movimiento indígena ha
tomado influencia en los escenarios políticos con empeños que combinan reclamos
materiales y exigencias de reconocimiento y respeto a su cultura, y gestión de
la diversidad étnica. Por esto, su participación es fundamental para entender
las reformas constitucionales y el orden estructural que también aparece en
otros países de América Latina, en los que el reconocimiento de la
plurinacionalidad estatal ha ampliado la gama de regímenes legales y distintas
maneras de articulación institucional entre los Estados y los pueblos indígenas
(Toledo, 2005). En razón a este proceso, se ha venido construyendo el
movimiento indígena regional sólido, que contiene una capacidad de acción
colectiva y una fuerte cohesión identitaria, que se puede evidenciar en un
discurso étnico, que se hace visible a partir de la apelación pública al
territorio Abya Yala. El uso del término Abya Yala se traduce una resistencia
que pugna con agentes sociales que hacen hegemónico su concepto del territorio
que conocemos desde el siglo XIX como América. Entonces el territorio de Abya
Yala surge como una contra-geografía que trata de descentrar la representación
espacial característica del discurso latinoamericanista con respecto a la
proyección de una identidad blanco mestiza y colonial, supuestamente compartida
por todos y todas (Castaño, 2007). Aparece así un espacio de representación que
se vincula en torno a una identidad indígena compartida por los pueblos
originarios que han sido sometidos y han resistido la opresión colonial, de
forma que llamar Abya Yala significa reapropiarse del territorio en contra de
ese “otro”, en su versión europea: “Llamar con un nombre extranjero nuestras
ciudades, pueblos y continentes -argumenta él- equivale a someter nuestra
identidad a la voluntad de nuestros invasores y a la de sus herederos”.
Ati Quigua es una mujer arhuaca, administradora
pública y magister en Gobierno y políticas públicas, se convirtió en la primera
concejal indígena de Colombia. El tío de Ati Quigua, fue uno de los primeros
maestros de la escuela de Jeurwa, fundada por indígenas graduados de la Misión.
No obstante, cuando ella entra a la Escuela, la Misión había sido expulsada de
Nabusímake, y el pueblo arhuaco asumía la educación en su comunidad. A nivel
nacional en la región andina se estaba trabajando en la implementación de
políticas de etnoeducación o de educación indígena (Choque, 2015), y a nivel
internacional se gestaba la consolidación del grupo de trabajo para pueblos
indígenas de las Naciones Unidas.
Esto tuvo un impacto para el internado arhuaco,
porque se implementaron ajustes que desencadenaron la autonomía de los maestros
indígenas y la salida de las maestras españolas. Esto se dio en el territorio
arhuaco y en el Vaupés, profundizando en la historia del proceso político
arhuaco, las luchas históricas de los dirigentes y durante un periodo pre
Constitución del 91, en el que ser indígena comenzaba a conocer una subversión
del estigma. Para su formación en secundaria, ingresó como interna, durante
seis años, al Colegio Agropecaurio Arhuaco, en la Misión Capuchina.
Un aspecto curioso de la educación en esta
comunidad indígena, que aún hoy está vigente es la regla de convivencia:
"está prohibido enamorar", o pena de expulsión. Esta situación nos
remite a lo que decía Foucault: "si la sexualidad está reprimida, es
decir, destinada a la prohibición, a la inexistencia y al mutismo, el sólo
hecho de hablar de ella y de su represión, posee como un aire de transgresión
deliberada". Una de las estudiantes arhuacas de la generación de Ati, fue
expulsada por una carta de amor. Las costumbres frente a las relaciones de
pareja están permeadas por la fuerte moral religiosa heredada, y su mezcla con
concepciones culturales sobre las mujeres.
En la comunidad arhuaca, el cuerpo de la mujer es
de la comunidad, no de la mujer. Por esto, el Mamo genera la idea de saber-poder,
de control sobre la sexualidad. Estas son formas de disciplinamiento para
sentarse, hablar o mirar de una forma específica y conveniente. El tejido de la
mochila, por ejemplo, es una práctica de concentración, silenciosa. Ati decía:
Siempre está la mujer mirando hacia abajo. Una
mujer que mira a los ojos es interpretada como alguien que está estableciendo
un intercambio íntimo. Las mujeres llevan la mochila en la cabeza y están
concentradas en ella, ninguna mujer se para frente a un hombre, eso se
considera un mal comportamiento, una insinuación, todas se paran de medio lado,
se orillan en el camino (Ati Quigua, Bogotá, 2013).
Colombia
lleva más de cincuenta años sumergida en el conflicto armado que ha provocado
el desplazamiento de miles de indígenas. En medio de esta guerra, hasta ahora
sin fin, las mujeres indígenas comienzan a verse como lideresas y denuncian la
violación de los derechos humanos que viven como pueblos en sus territorios en
el marco de este conflicto. Antes sólo trabajaban en unos escenarios
comunitarios y domésticos en su papel de madre y concejera. El espacio
doméstico es el lugar del encuentro de saberes y de tradiciones, de la
transmisión de la lengua y la cosmovisión; es el espacio fundamental en la
definición de las identidades de hombres y mujeres, porque en él se definen los
trabajos y los roles de género. Hoy, las mujeres indígenas no sólo han desafiado
las tradiciones, sino que además, han incursionado en múltiples espacios en la
ciudad como mencionaba anteriormente. Ellas se convierten en nuevas lideresas
del movimiento indígena en la medida en que su relación con las organizaciones
en roles de liderazgo y participación contribuye a hacer visibles sus
capacidades y proyecciones como mujeres. Ellas se han constituido como
interlocutoras de paz en los contextos de guerra y violencia.
Al
igual que las mujeres indígenas mexicanas, las mujeres arhuacas recalcan el
carácter colectivo de su lucha en la defensa de los derechos colectivos, dicen
que esta es clave en la garantía de su supervivencia como pueblos, por ello, en
la agenda del movimiento indígena en Colombia la prioridad la tiene la defensa
de la vida. En Bogotá existen innumerables experiencias de mujeres indígenas,
entre las que se encuentran: el desplazamiento, los procesos organizativos
urbanos y las vivencias de mujeres líderes de organizaciones nacionales. Para
muchas de ellas alcanzar esos espacios ha representado un enfrentamiento con
una serie de dificultades como la exigencia de trayectoria política, el
desconocimiento de la problemática indígena y de sus derechos como indígenas. A
pesar de esto, las mujeres son reconocidas como interlocutoras válidas en las
organizaciones. Han sido ellas mismas las que exigen que se les involucre en
las decisiones de sus comunidades; que tienen un carácter global a las que se
enfrentan constantemente los pueblos indígenas como los megaproyectos y las
políticas económicas del gobierno de turno que han traído pobreza. Las
propuestas que estas mujeres plantearon forman parte de las demandas históricas
del movimiento indígena, recalcando la importancia de revisar los derechos de
la mujer. “Respetamos mucho la visión feminista; sin embargo, la presente
propuesta no lo es. Pensamos en los derechos de la mujer, como sujeto de unos
roles muy importantes en la sociedad como son: ser generadora de vida, ser
transmisora de la educación y la cultura y ser formadora. Estas tareas
fundamentales implican su mayor cercanía con el hogar y con el núcleo familiar,
lo cual no debe hacer que se desconozca el aporte de la mujer como conductora y
líder de procesos y grandes cambios sociales, ni olvidar al hombre y su papel
complementario. Más bien, proponemos y esperamos que el Estado y la sociedad
garanticen la posibilidad de que la mujer pueda llegar sin interferencias a los
espacios en donde se toman las decisiones” (Bastidas, 2006). Resulta necesario
reconocer que las mujeres que incursionan en la política o como dirigentes en
las organizaciones siguen siendo pocas. Aun así, seguirán siendo estas mujeres
las responsables del cambio. Las mujeres lideresas tienen visibilidad en el
escenario organizativo, son al mismo tiempo, quienes ponen en tela de juicio
esos supuestos que han marcado la posibilidad de su participación y que se
reflejan en frases como: "ellas no pueden", "ellas no
saben", "ellas no están preparadas". Las mujeres siguen siendo
minoría en las estructuras organizativas; sin embargo, los cambios que se han
generado en ellas nos permiten vislumbrar liderazgos fuertes y consolidados
ganando de este modo, el respeto por sus aportes y trabajo como líderes en las
organizaciones, así como la posibilidad de plantear sus demandas desde su
posición como mujeres.
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